La imagen se repite con una frecuencia inquietante: una vez más Boca y River, los dos colosos del fútbol argentino, quedaron eliminados antes de tiempo. Esta vez fue en el nuevo Mundial de Clubes, ese invento ambicioso de la FIFA que prometía ser la gran vidriera global para el fútbol sudamericano. Sin embargo, el espejo devolvió una verdad incómoda, por lo menos para el fútbol criollo: los gigantes ya no intimidan, ya no compiten; hoy, apenas participan.

Las caídas no fueron escandalosas por los resultados, sino más bien por las formas. Boca, que coqueteó con la épica contra Benfica y Bayern Munich, cerró su participación con un empate oscuro y anodino frente al semiprofesional Auckland City. Al gol del equipo oceánico lo hizo un maestro de escuela y en el “Xeneize” volvió a dejar flotando la impresión de que está viviendo una de las peores crisis de las últimas dos décadas. River, por su parte, debutó ganando pero se desdibujó en el tramo decisivo. No le pudo ganar a Monterrey y terminó su participación perdiendo contra Inter y dejando una imagen más de impotencia de que de buen fútbol.

Es cierto; los europeos muchas veces parecen jugar a otro deporte. Lo vemos cada fin de semana en los partidos de las principales ligas del Viejo Continente; pero lo fuerte y contundente de este caso es que en esta ocasión el techo no fue Europa; sino Brasil. Otra vez Brasil.

Mientras Boca y River gastan millones para no llegar a nada, Palmeiras, Flamengo, Fluminense y Botafogo clasificaron a octavos de final sin estridencias, sin polémicas, sin depender de combinaciones de resultados; sino mostrando eficacia, contundencia y una imagen sólida. El fútbol brasileño, que vive quizás una de las peores crisis de la historia a nivel selección, domina a placer a nivel clubes e impone su peso como nuevo referente sudamericano. Los números no mienten: las últimas seis Copas Libertadores quedaron en manos de un equipo de Brasil y durante ese lapso, cuatro finales se dieron entre compatriotas. Y ahora, como si todo eso fuera poco, hubo presencia masiva y seria en el Mundial de Clubes.

Los clubes argentinos, en cambio, llevan años girando sobre sus propios problemas: planteles desbalanceados, apuestas fallidas, entrenadores en la cuerda floja, internas políticas y resultados que no llegan. La sensación es que parecen estar atrapados en una carrera sin dirección, en la que lo único importante es no perder más que el rival de toda la vida.

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Boca tiene un plantel con referentes que ya no sostienen a nadie; jugadores que alguna vez fueron bandera y que hoy parecen ser parte del problema. River, en tanto, apuesta a un plantel que tiene un promedio de edad elevado; pero ahora quedó demostrado que cuando el físico no acompañó, tampoco aparecieron ni la rebeldía ni la experiencia. Gallardo quiso jugarle de igual a igual a un Inter subcampeón de Champions League, pero se quedó sin piernas y sin respuestas.

Nombres rutilantes

Ambos clubes contrataron por millones en el último mercado de pases. Llenaron sus planteles de nombres rutilantes, pero no lograron construir equipos. Cada paso pareció ser una improvisación; no hubo un plan. Todo fue (y sigue siendo) una urgencia.

Y mientras tanto, el hincha festeja la derrota ajena porque según parece ser un mandamiento del folclore futbolero, cuando no se puede ganar, también sirve que a tu rival le vaya mal. Así, el de River sonrió con el empate de Auckland; mientras que el de Boca se liberó cuando los italianos sacaron del Mundial al “Millonario”. La competencia se volvió un consuelo: no ganar, pero que el otro pierda peor. Una lógica de memes, de cargadas y de euforia de cartón.

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Muchos dirigentes aseguran (aunque nadie quiera decirlo de manera pública por temor a represalias) que el problema parece ser mucho más profundo. El torneo argentino, con 30 equipos y lógica de promoción más que de competencia, parece jugar su papel en esta situación. Las estructuras deportivas no se preparan para competir a nivel internacional y se vende como logro lo que debería ser apenas un punto de partida. Se celebra ganar una Copa Argentina mientras se ignora la distancia real con los que dominan el fútbol de verdad.

Este Mundial de Clubes fue un golpe de realidad para los grandes sí; pero también para todo el fútbol argentino. Ni Boca ni River parecen estar en condiciones (por lo menos en la actualidad) de salir a competir con la élite del fútbol mundial. Pero lo más preocupante es que tampoco parecen tener claro cómo hacer para volver a estar en esa pelea.

El escudo ya no alcanza; la camiseta, mucho menos. El folclore sirve sólo en las tribunas (coloridas, ruidosas y leales como lo demostraron los miles de argentinos que apoyaron a sus equipos en el torneo de Estados Unidos), pero no gana partidos.

El desafío no es gastar más, ni contratar mejor; tampoco cambiar de técnico cada seis meses ni buscar ídolos reciclados. El verdadero reto es recuperar la identidad competitiva, formar equipos con sentido, dejar de improvisar y volver a enamorarse del juego. Porque sin alma, ni los gigantes pueden ganar.